Comentario
En la época en la que trabajó Gregorio Fernández, los retablos presentaban aún un sobrio diseño y con frecuencia aparecían saturados de esculturas, por herencia del siglo anterior. Su traza estaba mayoritariamente en manos de ensambladores, aunque ya los arquitectos empezaban a encargarse de esta tarea. A lo largo de su vida realizó junto a su taller numerosas obras de este tipo, en las que mostró su dominio del relieve, prefiriendo generalmente componer escenas sencillas, con pocas figuras de gran tamaño y escasos efectos de perspectiva.Uno de sus primeros trabajos importantes fue el retablo mayor de la catedral de Miranda do Douro (Portugal), iniciado en 1610, en el que, aunque intervinieron diversas manos, le pertenece entre otros el gran relieve de la Asunción, que aparece tratado casi como una composición de bulto redondo. En 1613 le fue encargado el retablo mayor de las Huelgas Reales (Valladolid), que contiene una de sus obras más significativas desde el punto de vista de la interpretación mística: el altorrelieve de Cristo desclavándose para abrazar a san Bernardo, que interpreta de manera natural, sin afectación, pero con una gran intensidad emocional. Este mismo año trabajó también en el retablo de la iglesia de los Santos Juanes de Nava del Rey, trazado por Francisco de Mora, en el que la colaboración de taller es ya importante.Hacia 1624 realiza una de sus obras maestras, el relieve del Bautismo de Cristo (Museo Nacional de Escultura, Valladolid) para un pequeño retablo destinado al convento de Carmelitas Descalzas de Valladolid. En él ha desaparecido ya la dulzura curvilínea de su primer estilo, para dar paso a una plasticidad geométrica definida por los quebrados pliegues y por la valoración del volumen, que acentúa la anatomía de los cuerpos, tratados casi como figuras exentas sobre el plano. En el retablo mayor de San Miguel de Vitoria (1624-1631), comienza a percibirse el interés por el movimiento que imperará en su producción final, especialmente en la imagen del santo titular.Uno de sus últimos retablos fue el mayor de la catedral de Plasencia, que según Martín González, es "obra única de la retablística española de todos los tiempos". Lo contrató en 1625 y en 1632 estaba ya concluido en lo referente a la arquitectura y a la escultura, comprometiéndose tres años después Luis Fernández, Mateo Gallardo y Francisco Rizi a hacer la pintura. En la realización de los trabajos intervino como era costumbre su taller, pero su habilidad compositiva y la fuerza de su lenguaje están presentes en toda la obra, que ejerció una intensa influencia en tierras extremeñas. El retablo de la parroquial de Braojos de la Sierra (Madrid, contratado en 1628) y el mayor de la Cartuja de Aniago (Valladolid), fueron sus últimos compromisos. El primero, que se creía desaparecido hasta hace algún tiempo, llegó a finalizarlo pero no así el segundo, a cuya ejecución se obligó en 1634, porque la muerte le sorprendió antes de poder iniciarlo.Los pasos procesionales son uno de los capítulos más interesantes de su producción. Concebidos como escenas narrativas con varias figuras de tamaño natural, a él se debe la consagración de esta tipología, aunque existían precedentes en la obra de Rincón. En estos conjuntos se representaban temas pasionales para ser contemplados en espacios abiertos durante las procesiones de Semana Santa, lo que permitió al artista desarrollar sus dotes para la composición espacial y su dominio de los recursos escenográficos. A esto sumó un lenguaje realista, en ocasiones gesticulante, creando ejemplos de hondo patetismo destinados a despertar el fervor popular. Tengo sed (1612) y Camino del Calvario (1614), ambos en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, pertenecen a su primera etapa, apreciándose ya la madurez de su estilo en el Descendimiento (1623, iglesia de la. Vera Cruz, Valladolid). Junto a estos cabe destacar el de la Piedad (1616, Museo Nacional de Escultura de Valladolid), uno de los más imaginativos y complejos a pesar de lo temprano de su ejecución. Encargado para la vallisoletana iglesia de las Angustias, estaba integrado por el grupo de la Piedad, los dos ladrones y las esculturas de la Magdalena y San Juan, las únicas que todavía se encuentran en dicho templo. El barroquismo de la composición asimétrica de la Piedad y los magistrales estudios anatómicos de los cuerpos de los ladrones protagonizan este espléndido y estudiado paso, en el que las miradas actúan como fundamental elemento de cohesión.Sin embargo, y a pesar de lo dicho, Gregorio Fernández siempre estuvo más interesado en la creación de tipos individuales y expresivos que en las composiciones, por lo que la aportación más personal de su arte hay que buscarla en sus imágenes aisladas, con las que definió una de las tipologías más influyentes y populares del barroco español. Entre las dedicadas al tema pasional destacan el Cristo de la Flagelación (Monasterio de la Encarnación de Madrid, convento de Santa Teresa de Avila), el Ecce Homo (Museo catedralicio, Valladolid), el Crucificado (convento de San Benito y capilla del palacio de Santa Cruz, ambos en Valladolid; convento de benedictinos de San Pedro de las Dueñas, León), que son representados siempre muertos, con los pies cruzados. Pero sobre todos ellos sobresale el Cristo yacente, imagen que Fernández consagra y populariza, aunque el modelo se gestó en el XVI. Pensados para ser colocados en el banco de los retablos, algunos se convertían en relicarios o en receptáculos para la Sagrada Forma. La mayoría de los conservados son de su mano y presentan una extraordinaria calidad, especialmente cuidada por el maestro, ya que en general fueron encargados por personalidades de la época. El del convento de San Pablo de Valladolid (h. 1606), quizás fue donado por el Duque de Lerma; el del convento de capuchinos de El Pardo (Madrid, 1614), fue un encargo real; el de San Plácido pudo ser un regalo del fundador de este convento madrileño, don Jerónimo de Villanueva, o del propio Felipe IV, y el de la clausura del convento de Santa Clara de Medina de Pomar (Burgos), de su última época, lo realizó probablemente por deseo del Condestable de Castilla.En los temas marianos destaca su creación de un tipo de Inmaculada, de cuerpo cilíndrico, manos juntas y manto trapezoidal, con aureola de rayos metálicos y corona sobre la cabeza, que definió en su juventud y que sólo sufrió a lo largo de su producción cambios de carácter estilístico (cofradía de la Vera Cruz de Salamanca; convento de la Encarnación de Madrid, antes de 1620; catedral de Astorga, 1626; Colegio del Corpus Christi de Valencia, última época).Sus imágenes de santos son especialmente significativas porque en ellas plasmó el fervor popular y la nueva iconografía derivada de recientes canonizaciones. Con el San Francisco de Asís (clausura del convento de las Descalzas Reales de Valladolid, antes de 1620; iglesia de San Antonio de Vitoria, 1621), inspirado en la tradición sobre el hallazgo de su cuerpo, definió el modelo recogido después por Mena. Los San Ignacio de Loyola aparecen concebidos con un intenso realismo, apoyado en la existencia de la mascarilla mortuoria y del retrato pintado por Sánchez Coello para el padre Rivadeneira (Colegio de Vergara, Guipúzcoa, 1614; iglesia de San Miguel de Valladolid, 1622). Y finalmente cabe citar las esculturas de Santa Teresa, entre las que destaca la que realizó hacia 1625 para el convento del Carmen Calzado de Valladolid (hoy en el Museo Nacional de Escultura de esta ciudad), modelo esencial en la rica y fecunda iconografía de la santa carmelita.